No hace falta recorrer largos senderos ni trochas intrincadas para acercarse a las maravillas de nuestra veleidosa y sorprendente historia y volcarse con asombro y admiración para apreciar las usanzas de esta tierra generosa.
La ciudad de Trujillo, por ejemplo, guarda tesoros inigualables en su corazón. Sí, en el mismo centro histórico urbano henchido de arte, garbo y belleza inalterables a pesar del inclemente paso del tiempo.
Acaecía el año 1534 cuando el español Diego de Almagro funda la ciudad de Trujillo. El acto fue oficializado un año después por Francisco Pizarro quien la denominó Trujillo de Nueva Castilla, constituyéndose desde sus inicios como una de las zonas más importantes del virreinato en el plano administrativo y comercial.
Tal trascendencia originó una paulatina evolución artística que se ve reflejada en sus céntricas casonas de enormes portadas y bellos ventanales adornados con filigrana. Según los historiadores, en una primera etapa las edificaciones se plantearon como viviendas de un solo piso, frente al temor por los movimientos telúricos y sus devastadoras consecuencias.
Ya en el siglo XVII, Trujillo era vista como una ciudad de lujo y esparcimiento. Las enormes casonas se erigían como símbolo de orgullo y señorío de personajes acaudalados quienes imprimían obras de magnífica arquitectura colonial. De allí surgen, por ejemplo, casonas como las de la familia Urquiaga, Orbegoso o Ganoza Chopitea, además del Palacio Iturregui y la denominada Casa de la Emancipación.
Cada una de las coloniales construcciones trujillanas alberga infinidad de anécdotas que las convirtieron en protagonistas de nuestra historia. Los rincones atesoran remembranzas que se manifiestan en sus amplios patios principales con antiquísimos pozos o en los balcones exteriores de esquina estilo mudéjar.
La Casa de la Emancipación, por ejemplo, lleva ese nombre luego de convertirse en escenario primordial de la jura de nuestra independencia. Desde allí, un 29 de diciembre de 1820, partió el marqués José Bernardo de Torre Tagle y Portocarrero a refrendar el espíritu impetuoso y soberano que emergía de la ciudad cual destellos de sol al amanecer.
Es importante destacar que, con el paso del tiempo, las edificaciones coloniales se adaptaron al estilo neoclásico. Una de las muestras más representativas es la Casa Ganoza Chopitea, admirada hoy por su estilo barroco pero con un colorido frontis rococó, complementado con murales manieristas y un balcón neobarroco.
No hace falta, por cierto, conocer a fondo estos detalles artísticos para disfrutar de la belleza arquitectónica de las construcciones. Muchas de ellas son ahora propiedad de instituciones privadas que han puesto en valor su carácter histórico convirtiéndolas en museos y salas de exposiciones artísticas.
Sin embargo, y como no todo es color de rosa, andar por el centro de Trujillo es descubrir también que sus estrechas calles cuentan con añejos muros a punto de caer, configurando un panorama alarmante frente a la eventual ocurrencia de un movimiento telúrico de regular intensidad .
Todo eso es Trujillo. Un lugar de contrastes que merecen ser apreciados en su real contexto. Una urbe que crece en modernidad y tecnología, pero que muestra con elegancia indeclinable el dinamismo de su desarrollo cultural.
Por: Jorge Rodríguez – Fuente: rpp